miércoles, 15 de junio de 2011

El número diecisiete

Realizó, una vez más, todos los pasos precedentes a la acción, siguiendo un ritual que para él se había convertido en una experiencia casi mística, previa a la verdadera Gloria: media hora de ejercicio físico, una ducha en agua fría y un corte en la parte anterior de su pierna izquierda. Eran ya dieciséis los cortes que adornaban su definido muslo, y no tenía intención de que la cifra se detuviese ahí. Un sonido seco quebró el silencio que adornaba la habitación, y la sangre comenzó a fluir al tiempo que una  sonrisa se dibujaba en el rostro del fornido joven. Pasó con firmeza el dedo índice unos centímetros por debajo de la incisión que acababa de abrir en su epidermis, y con un gesto de satisfacción, se llevo el dedo a los labios. Esa sonrisa, que a primera vista tenía incluso matices de tímida inocencia, se convirtió al instante en una carcajada atroz, un macabro torrente de ansiedad y lujuria que llenó todos los rincones de la siniestra estancia.

Descendió las escaleras que comunicaban su pequeño apartamento con el portal del edificio, una antigua construcción de estructura metálica situada en el barrio de Lestrange, entre la zona comercial y el puerto de la ciudad. A esas horas de la madrugada, apenas el ruido de los barcos que llegaban al muelle y algún que otro gato callejero construían la banda sonora de la manzana, perfecto escenario para los actos que tenía pensado realizar. Debía realizar. El hombre, de facciones anguladas y blanquecino pelo, rozando el albinismo, era consciente de que el resto del mundo no dominaba su poder. "Asquerosos humanos", pensaba habitualmente; "siempre pensando en el sexo, el indecente y repulsivo sexo", como si acaso pudiese proporcionar un placer siquiera comparable al que era capaz de dominar. Un acompasado ritmo, originado por el peculiar sonido de los zapatos de tacón, lo devolvió a la realidad. Era el momento de acometer su misión, de obtener la recompensa por el sacrificio entregado.

Esta vez había resultado mucho más fácil que en otras ocasiones. El estado de embriaguez que poseía la muchacha, de apenas veinte años, hizo que en apenas diez minutos, y en el más absoluto de los silencios, el hombre estuviese de regreso a su apartamento. Depositó encima de la mesa, a modo de paquete, a la joven que había inmovilizado sin esfuerzo unos minutos atrás. La ató cuidadosamente con un alambre metálico, selló su boca para que no pudiese gritar cuando se despertase y se alejó momentáneamente para coger todo lo que necesitaría para esa noche.

Un sonido ahogado intentó salir, en vano, de la garganta de la joven, cuyo último recuerdo se remontaba al coche en el que había tenido un intenso encuentro con un amigo de la facultad, y no encontraba ninguna explicación a la situación en la que se encontraba en aquel momento. Otro sonido apagado murió en su garganta cuando vio a un hombre sostener una alargada varilla metálica, y más al observar el curioso color anaranjado que asomaba por la punta opuesta a la zona donde aquel extraño empuñaba un empapado trapo de textura ignífuga.

"Pandilla de imbéciles" pensaba el hombre con las siglas "T.H.Z." tatuadas con violencia en el pecho, mientras insertaba el metal ardiente por la cavidad bucal de la muchacha.

"Los días están contados..." la varilla de metal atravesaba lentamente cada una de las córneas de la estudiante, cuyas fuerzas ya no llegaban ni para gritar

"Entonces todo el mundo sabrá quién soy", se reflejaba en su mente mientras se acercaba nuevamente a la estantería de la habitación.

Una sonrisa, la misma sonrisa que horas antes había aparecido en su rostro, trazó una curva en la cara del hombre, mientras ponía una mano encima del vientre de la muchacha. Nadie podía arrebatarle aquel momento. La supremacía sobre la especie era total. Él decidía sobre la vida y la muerte; tan sólo él y Dios podían hacerlo. El momento de la resolución había llegado. Cuando su sonrisa se estaba convirtiendo nuevamente en carcajada, notó una fuerte erección debido al éxtasis que suponía su grandeza. Entonces, el puñal atravesó el corazón de la joven y el ciclo concluyó de nuevo.

Esa noche había sido más placentera de lo habitual; cada vez el deleite era mayor. Cansado por la agitación del momento, se sentó en una pequeño asiento de madera que tenía colocado al lado de la mesa y una idea empezó a seducirlo fuertemente. No lo tenía por costumbre, pero quizás esta vez sí podía permitirselo. Y sin pensárselo ni un segundo más, cogió la pequeña daga y trazó el corte número diecisiete en su pierna.