domingo, 30 de enero de 2011

Baulismo

Es curioso. Las cuatro y dieciséis minutos de la mañana de un lunes como los demás. Idéntico. Para variar, el ordenador delante y la cabeza en otro sitio, quién sabe donde. Y sin tener nada que contar, lo único que me apetece es escribir. Nada de historias más o menos desarrolladas, ni vagas reflexiones acerca de lo injusto que es el mundo o la estúpida sociedad en la que vivimos. Es algo más interno, una especie de autoevaluación de mis actos y pensamientos en un pasado reciente y mirando hacia un futuro no demasiado lejano. Y siendo evidente que a nadie le importa mi vida (no estoy diciendo que sea en absoluto un ser solitario sin calor humano alrededor, si no más bien que, como es lógico, no es algo de interés popular lo que piense de su propia vida un chalado) me apetece, como ya he comentado, escribir.

Podría pasarme la noche sin dormir, caer en el sueño bien entrado el día, vegetar hasta pasada la media tarde y vagar por la vida con el único objetivo de seguir existiendo. Sin motivaciones, sin ambición, con lejanos sueños aparcados para otro momento. Podría despertarme otra mañana más, sin saber de qué manera he llegado hasta la cama y preguntándome si ha valido la pena. Podría también echar mi bote al mar y navegar a la deriva, dejándome llevar por la corriente hasta donde ésta desee, sin hacer siquiera el amago de remar hasta el puerto porque no sabes donde está el puerto. Y si lo sabes, estás demasiado ocupado viendo quemarse los días como para intentar hacer otra cosa que no sea volver a dormirse de nuevo. Podría poner empeño en cambiar, en mirar que cuando un segundo pasa, ya no hay vuelta atrás, lo has desaprovechado para bien o para mal e intentar hacer que tus dedos se muevan de manera armónica, que el aire capte las notas de un sonido bien construido, de un acorde rematado, o del silencio desolador. Podría hacer todas estas cosas y volvería a ser lo mismo otra vez. Otro maldito lunes casi a las cinco de la mañana arrepintiéndose del color que tú mismo le estás dando a tu lienzo, pero al mirar por enésima vez a la paleta, decides continuar con ese suave y pesado vaivén con el que vas adornando tu vida.

jueves, 20 de enero de 2011

Dos movimientos

Era imposible. Volvió a abrir el dossier que tenía entre sus manos y releyó por última vez el documento que, casualidades del destino, había llegado a él por la primera vía que se había descartado. Intentó poner la mente en blanco durante unos segundos para reordenar los hechos y encontrar un mínimo de lógica, algo que pudiese explicar el por qué de la cuestión. Era imposible. Guzmán se levantó torpemente de la silla, cogió del armario unos vaqueros y se cambió de ropa. Tan rápido como pudo, bajó los dos pisos que los separaban de la calle y abrió la puerta de su Audi deportivo. Tenía que avisar a Álex, y tenía que avisarlo ahora.
Las calles de la ciudad manchega se sucedieron a toda velocidad y pronto llegó a la autovía. Montealegre del Castillo, refugio de su compañero y amigo Alejandro Otero, estaba a poco más de sesenta quilómetros de distancia pero a Guzmán se le estaban haciendo eternos. Un chispazo alumbró instantáneamente la carretera y el corpulento hombre miró el cuentaquilómetros.
-Mierda, el puto radar-se quejó, golpeando el volante con la mano derecha. La aguja rebasaba los ciento setenta quilómetros por hora, pero a pesar del grito de rabia, la multa y los puntos que acababa de perder era lo que menos le importaba en aquel momento. Recordó el inicio de todo aquello, cuando a modo de broma Álex y él habían empezado a charlar sin jamás imaginarse que, apenas diez meses después, esa frase que empezó como un juego acabaría por impregnarlos de una forma imposible de limpiar. Guzmán pensó después en Álex y apretó a fondo el acelerador: no podía permitir que le sucediera nada. Una lágrima quiso aparecer en los ojos de Guzmán Rualde, unos ojos habitualmente fríos, ajenos a cualquier tipo de emoción o sentimiento, cuando recreó la escena que se estaría desarrollando en casa de Alejandro: como acostumbraba hacer a esas horas de la noche, Álex estaría tumbado en el sofá tras cenar uno de esos deliciosos platos que acostumbraba preparar, seguramente algún tipo de crema o puré suave para la cena, ligeramente adornado con las especias orientales con las que solía condimentar la mayoría de sus comidas. Le encantaban esos momentos de la noche en los que conectaba consigo mismo, concentrado en sus pensamientos y en algún disco de Lynyrd Skynyrd o Creedence Clearwater Revival, música que le ayudaba a relajarse de una manera muy especial.
-Álex, a ver cuando le metes un poco más de cañita macho, -solía decirle Guzmán- que eres un blandengue.
-No me vengas con tus rollos de super-speed power metal que eres un pesado. Si además… -Álex se detuvo apenas un par de segundos.-Mira, no nos vamos a pasar discutiendo media hora como siempre, para acabar exactamente en el mismo punto en el que estábamos al principio.
-No es el fin lo que interesa en nuestras discusiones, joven padawan.
-Bah, eres un homosexual.

El cartel de Montealegre del Castillo fue alumbrado por los faros del coche, y Guzmán se alegró de haber llegado ya a su destino. La casa de Álex estaba apartada del pequeño núcleo del pueblo, pero lo suficientemente cerca para poder hacer vida normal sin utilizar el coche, exceptuando, claro está, los obligados viajes a Albacete que, mínimo una vez a la semana, eran necesarios hacer. Aparcó el coche en la entrada y vislumbró la puerta, que parecía abierta. Una extraña sensación de inseguridad lo invadió por completo; nada palpable, algo más intuitivo que físico hizo que Guzmán agudizara sus sentidos cuando empujó la puerta que daba paso al recibidor de Álex.
-Pero  será posible…
Al pulsar el interruptor que encendía la vieja lámpara que Alejandro aún seguía empecinado en conservar, el panorama que se presentó ante los ojos de Guzmán no fue demasiado alentador: el suelo estaba forrado por páginas de libros, facturas y un conglomerado de fragmentos de cristal, porcelana o astillas de madera. La inquietante atmósfera que había percibido cuando se bajó del Audi se estaba convirtiendo en realidad, una realidad que Guzmán trataba de descifrar y que empezaba a tornarse de un color aún más oscuro de lo que podía haber previsto cuando salió de Albacete hacía menos de una hora.
-¡Álex!-gritó, llamando al habitante de la desencajada vivienda-. Álex, ¿estás ahí?
Guzmán no encontró respuesta alguna y echó a correr hacia el interior del inmueble. El salón ofrecía la misma estampa que el recibidor, y el dormitorio de Otero no invitaba al optimismo. ¿Qué podía haber pasado en aquella casa?  Aún teniendo en cuenta la reciente información que había recibido, de máxima relevancia y que había cambiado la dirección de los acontecimientos, no había motivo para que la tranquilidad que solía reinar en la pequeña casita de Montealegre fuese rota en ningún momento.
Tras haber repasado otra vez todas las habitaciones y no encontrar nada más que signos de un fuerte registro, Guzmán se sentó en el sofá y golpeó con rabia la mesa que estaba situada al lado del diván. No podía acudir a la policía, eso era más que evidente, pero tampoco podía ponerse a dar vueltas por los alrededores en busca de su amigo. Había tantos elementos entremezclados y tanta gente metida en el asunto que no sabía por qué hilo podía tirar. Había decidido volver a Albacete y avisar a Martín, el chico que le había entregado la documentación que lo había llevado hasta el pequeño pueblo de la provincia albaceteña, cuando oyó un fuerte ruido proveniente de la entrada de la vivienda. Instintivamente se agachó detrás del sofá. Su corazón empezó a bombear sangre a una velocidad muy por encima de lo habitual, y al asomar la cabeza para ver quién o qué había causado el golpe, vio aparecer la familiar figura de su amigo Alejandro Otero portando un pequeño libro.
-¡Hijo de puta!-Guzmán corrió hacia un tranquilo Alejandro, que miró extrañado al hombre que estaba enfrente de él y que en unos segundos rodeaba sus hombros con un potente abrazo-. ¡Eres un hijo de puta!
-Yo también me alegro de verte, pero ¿qué haces aquí? No contaba con una visita tuya hoy.
-¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Cabrón, ¿quién te ha puesto así la casa? Pensé que te habían llevado, joder.
-¿De qué me hablas? Ah, lo dices por este desorden… Vaya susto me llevé, no encontraba la Divina Comedia de Serravalle que conseguí en Milán el año pasado… En casa de mis padres, ¿te lo puedes creer? Puse la casa patas arriba, estaba tan nervioso que se me cayeron varias cosas al suelo cuando las moví.
-¿Susto? ¿Me hablas de susto por un libro cuando pensé que te había pasado algo? ¿Tú me escuchas alguna vez cuando hablo?
-¡Vale, vale! Lo siento coño. Y todavía no me has explicado que haces aquí.
Guzmán le explicó que Martín lo había llamado horas antes citándolo de urgencia en el parque Abelardo Sánchez, entregándole el dichoso sobre marrón. Cuando le contó lo que contenía el sobre, Álex no pudo evitar una expresión de asombro y preocupación.
-Guzmán, ¿te das cuenta? Esto viene de mucho más arriba… Joder, joder, joder.
-Claro que joder… ¿Y ahora?
-Tengo que ver esos papeles… Voy a por una chaqueta y nos vamos corriendo para Albacete.
Guzmán esperó a que su amigo se cambiase y pronto se montaron en el coche. El camino se le hizo mucho más corto que cuando condujo en dirección contraria esa misma noche. Por un momento se pudo olvidar de la historia y fue capaz de bromear con Alejandro, bromas que llegó a pensar jamás podrían repetirse. Entraron en el piso de la céntrica Marqués de Villores y mostró a Otero el sobre de Martín. Álex observó detenidamente el contenido y se sentó para asimilar enteramente todo lo que aquello traía consigo.
-Esto es demasiado… Demasiado…
-Es lo que te dije antes, el chorro va a salpicar a todo el mundo.
-De eso ya no tendrás que preocuparte.
Álex se levantó con tranquilidad, y sacó del bolsillo interior de su chaqueta una pequeña semiautomática de ocho milímetros y apuntó al que, a priori, era su amigo.
-No es nada personal.
El silenciador ahogó el ruido del arma norteamericana, y Guzmán cayó al suelo emanando un importante chorro de sangre por su vientre.
-Álex… ¿Qué has hecho?
-Querido Guzmán, en esta vida hay dos tipos de personas: ganadores o pringados como tú. ¿En serio creías que habríamos descubierto nosotros, un currante de medio pelo y el pobrecillo Álex Otero que no mata ni a una mosca, algo que podría hacer que el país entero se levantara? Es mucho más sencillo: sacrifica un peón para ganar un alfil. Deja de leer novelas en las que el escudero acaba matando al malvado hermano conspirador del rey. Hay que volar más bajo, chaval.
Guzmán no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
-Nos conocimos mucho antes de toda esta historia…-el herido no entendía, no alcanzaba a comprender.
-Planificación simplemente. Era necesario encontrar un panoli como tú y apareciste en mi vida. He de decir en tu defensa que has sido un buen compañero estos años, me atrevería a decir que tu compañía me ha resultado agradable. En otra ocasión quizás podríamos haber sido amigos, pero no creo que se vaya a dar ¿eh?- apuntó a la cabeza de Guzmán, que se retorcía en el suelo-. Por eso voy a acabar rápido con tu sufrimiento. Adiós, Arturito.
Todo había sido un montaje. Sus últimos años de vida habían sido un montaje. Su mejor amigo no era más que una farsa. La historia que lo había sacado de su monotonía, haciéndolo sentir casi un héroe era una patraña. Y allí estaba él, tirado en el suelo de su propia casa sin poder ser el dueño ni de su propia vida. Dos veces movió el índice Alejandro Otero, si es que ese era su verdadero nombre. Dos balas se incrustaron en el cráneo de un Guzmán Rualde que dejó de moverse para siempre.

viernes, 7 de enero de 2011

"Puerta a la catástrofe"

Un demoledor silencio hizo que abriese los ojos. O al menos que lo intentara, porque la  intensa luz que bañaba la estancia lo obligó a cerrarlos nuevamente, posponiendo la intentona para otro momento. Trató de poner sus pensamientos en orden: aquella tienda de antigüedades, su uniforme de tono verde grisáceo ( más propio de un jardinero del ayuntamiento que de un empleado de venta al público, pensó) y aquella chica del pelo alborotado que acababa de entrar en la tienda. Lo siguiente que recordaba, un reguero de sangre que cruzaba la habitación, ligeramente inclinada debido al arcilloso suelo en el que había sido construida la vivienda, hasta el espejo del armario. Un escalofrío heló su columna vertebral cuando un recuerdo se posó con nitidez en el neocórtex, la región cerebral que alberga los recuerdos a largo plazo de un individuo: su propia imagen reflejada en el espejo, una imagen pálida e inmóvil que se fue apagando lentamente hasta que el silencio, ese extraño y absoluto silencio que le perforaba los tímpanos y se adentraba ruidosamente en la región más interna de su cabeza, terminó por despertarlo.
“Pero qué demonios…” farfulló. Decidió que era el momento de desafiar a la luz y se incorporó ligeramente, entreabriendo los ojos lo mínimo para que sus pupilas se fuesen adaptando a la claridad. Cuando por fin fue capaz de despegar completamente los párpados, descubrió ante sí una sala de forma circular, de un blanco extraordinariamente brillante que hacía que el techo se confundiese con la luz que emanaba de las paredes siendo muy difícil calcular la altura del habitáculo. Si algo podía hacer más extraña la situación, eran las numerosas puertas que poseía aquel lugar. Separadas todas exactamente a la misma distancia entre sí, conformaban el perímetro de aquel extraño círculo que se dibujaba ante el aturdido joven. Una, dos, tres… así hasta un total de veinte puertas. Todas inmaculadas, a excepción de una que parecía poseer un rótulo en el centro. El hombre, cada vez más confundido ante lo que sus ojos estaban percibiendo, se acercó a la puerta que tenía el rótulo para comprobar qué ponía este. “Puerta a la catástrofe”, rezaban aquellas oscuras y pequeñas letras, de diseño recto y lineal que jamás se podrían ver en los cuadernos de los niños de preescolar. Al igual que cuando al limpiacristales novel, subido en un andamio a más de cincuenta pisos del suelo, se le recomienda no mirar abajo, aquel chico de no más de treinta años decidió girar el pomo poseído por una superlativa curiosidad que intuía ser saciada al abrir aquella condenada puerta. Y cuando la puerta se abrió, comprendió todo.
Había tenido una infancia excelente; sus padres lo habían educado a la perfección, dándole siempre una libertad que él había respetado hasta los límites que el sentido común marcaba. Su padre se llevó un pequeño fiasco cuando decidió declinar las ofertas que le proponía la universidad, pero comprendió que optase por ponerse a trabajar y dejar de depender de la familia. Conoció en la tienda de restauración en la que trabajaba como dependiente a Ángela, una chica magnífica con la que se casaría y tendría un hijo a la temprana edad de 24 años. Acababa de ser ascendido a encargado de personal del taller de antigüedades: nada podía ir mejor en la vida de Bruno López.

Ernesto todavía no comprendía del todo lo que acababa de ocurrir. Se encontraba en la cocina tomando el habitual bocadillo de la merienda, cuando de repente escuchó tres fuertes estallidos provenientes de la habitación de sus padres, y se acercó corriendo para ver qué pasaba. Al llegar, quedó momentáneamente paralizado al observar dos cuerpos tirados en el suelo; cuerpos inertes rodeados de un todavía caliente charco de sangre. Miró a su padre, que era el que se encontraba más cerca, y se agachó a toda velocidad preocupado por lo insólito de la situación, esperando que su padre le explicara que había pasado . Al tocar su mano para preguntarle qué pasaba, el pequeño Ernesto tuvo una vertiginosa sensación, y súbitamente, se encontró en una especie de servicio público completamente desconocido. En una esquina estaba su padre, Bruno López, apoyado contra la mugrienta pared del local, con un cinturón oscuro apretando su brazo y una jeringuilla usada tirada a su lado.
Ernesto soltó la mano de su padre, que yacía en el suelo de su dormitorio en la parte más alejada de la ventana, justo enfrente del armario en donde solían guardar la ropa. Al otro lado, la mujer que había dado luz a Ernesto dirigía su mirada, ya completamente vacía, hacia la puerta abierta de par en par que conducía al pasillo central de la casa de los López-Vega. Bruno López tuvo ante sí todas las puertas que cualquier persona puede desear. Algunas regaladas, otras compradas con esfuerzo y otras, todavía por descubrir. Sin embargo, había elegido la puerta a la catástrofe.

miércoles, 5 de enero de 2011

Campus Stellae

Los torpes pasos del recientemente herido quebraron el silencio de la compostelana plaza de la Quintana. Ignacio Criado jamás hubiese imaginado, veinticuatro horas antes, que se encontraría en esa situación. Nachete, como era conocido por sus más allegados, siempre se había mantenido apartado de los asuntos de su familia. Poseía un gran respeto hacia su padre, Ernesto Criado, y sobre todo hacia su hermano mayor, Manuel; estaba en contacto permanente con ellos y disfrutaba de cada encuentro familiar. Sin embargo en los negocios, él se mantenía aparte. Y no es que formaran una especie de "mafia siciliana", eso lo sabía bien.
Como también sabía que no se trataba de un simple almacén de frutas y verduras.

Continuó con su irregular camino hasta desembocar en la majestuosa Plaza del Obradoiro. De frente se encontró con el Pazo de Raxoi, sede del ayuntamiento de Santiago de Compostela. Este pazo, claro ejemplo del neoclasicismo francés, había sido utilizado en sus comienzos como cárcel y como hospicio para los niños del coro de la catedral, situada justo enfrente. Ignacio giró la vista para contemplar, una vez más, las torres de la inmensa catedral, destino último de los miles de peregrinos que cada año caminaban cientos de quilómetros para arrivar a la capital gallega. La lluvia empapaba los bloques graníticos que forman los muros del edificio religioso, sensación que siempre había adorado Criado desde aquel día cuando, con siete años recien cumplidos, su padre lo había llevado por primera vez a la milenaria ciudad de Galicia.

Ernesto Criado irrumpió en la habitación del pequeño Nachete, el menor de sus dos hijos, esbozando una gigantesca sonrisa:

-¡Arriba campeón! ¡Que siete años no se cumplen todos los días! -el señor Criado balanceó suavemente a su hijo pequeño- ¡Venga chavalote! Que tu madre ha hecho esas tostadas que tanto te gustan para desayunar...

Las palabras de su padre volvieron otra vez más a la mente de Ignacio.

-Hoy vas a conocer la ciudad donde nacieron tu padre y tu madre. Seguro que te va a encantar Galicia, está llena de árboles y bosques como los que dibujas en tus láminas.

Nachete tenía grabado a fuego cada detalle, cada palabra y cada sensación percibida aquel 26 de septiembre de hacía 21 años. Cuando vió por primera vez la catedral de Santiago de Compostela, no sabía que aquel día su madre iba a fallecer. De la misma manera, en ese momento desconocía completamente que estaba apurando sus últimas horas de vida

martes, 4 de enero de 2011

El museo del fraude artístico

No teniendo mayor idea que la de empezar a escribir compulsivamente, abro esta página al mundo para expresar lo que pueda sentir, creer, pensar o blasfemar en un instante concreto. Sin preparacion ni guión. Casi al estilo de la escritura automática bretoniana, pero guiado por lo que mi "consciente" crea inoportuno dar a luz. Sin saber por qué, se me viene a la mente el museo del fraude artístico, un lugar entrañable de un filme que no lo es menos, pero esa es otra cuestión. No lo busqué y apareció ahí; y hay quien dice que nada es casualidad. El mundo no es ni más ni menos que un museo del fraude artístico, un lugar de plástico bañado en oro en el cual disfrutar de diamantes con piel de lápiz parece pecado mortal. No voy a juzgar; para entrar en discusiones sobre lo que está bien o mal, pregúntenle a Mani. Es preferible para mi hablar de sensaciones antes que de verdades absolutas. Es tan imbécil el ateo como el predicador, cuando ninguno de los dos es consciente siquiera de si lo que acaba de pensar es real. Si pienso, CREO que existo ¿Y si no pienso?

Me he abstraído completamente de lo que quería al principio. He huido de mi estilo de una manera demencial, pero ahora mismo lo que me apetece es bailar entre las ramas de algún árbol que no sea capaz de sostenerme. Mas esa era la idea inicial al empezar estas líneas, gritar enfermizamente en una habitación vacía sin loquero que me inyecte tranquilizantes para calmar mis ansias de libertad. He de culpar de mi estado al cronista del olvido, pero como dijeron los Monty Phyton: "Bienaventurado el que a buen arbol se arrima, porque buena sombra le cobija"