viernes, 16 de marzo de 2012

Carpe the end

El mar golpeaba suavemente la arena blanquecina de la playa, una de las más tranquilas de toda la parte occidental de la costa. Un poco apartada del pueblo, la pequeña cala acogía casi exclusivamente a los habitantes de la pequeña parroquia de Meneiro, a diferencia de la multitudinaria playa de Peirao que se encontraba a tan solo un par de kilómetros de aquel lugar. A esas horas de la tarde, tan solo se podían observar dos siluetas rasgando el perfil apaciguado de la cala de Meneiro, aunque por alguna extraña razón parecían comulgar perfectamente con la sintonía propia del lugar. La pareja, quizás un simple amor de verano, parecía estar disfrutando verdaderamente de la situación; como si ese preciso instante fuese la primera vez (o quién sabe si la última) que se encontraban en tal circunstancia.

A treinta metros de la playa, en dirección a la capital, se encontraba una pequeña cafetería, la única de la parroquia. En su interior, los habituales charlaban acerca de los mismos temas de siempre, una y otra vez, cerrando el círculo que comenzaba con el alza del astro rey y terminaba con las últimas luces de la noche. Continuando por la misma carretera, las casas comenzaban a llenarse de la gente que volvía a su hogar después de finalizar la jornada laboral. Decenas de coches pasaban a toda velocidad por la recta de Loeches, cada uno portando una vida, cada uno dueño de su propia historia.

Sin embargo, en la blanquecina playa de Meneiro, nada de eso importaba. No importaba la hora a la que se pondría el sol. Las noches pasadas, las que podrían venir. El mundo entero se reducía a cada paso, a modo de un álbum fotográfico construido segundo a segundo, en el que cada retrato se estaba forjando a fuego en aquellas almas libres. Porque quién sabe si volverían a pisar aquella arena suave, quién podría augurar si un escalofrío volverá a recorrer su espalda al ponerse en contacto con la helada agua del norte. Quizás, solo quizás,  jamás volvieran a verse.

Sin embargo, en la blanquecina playa de Meneiro nada de eso importaba. Porque, al final de todo, el alma se construye con momentos. Y desde luego que aquel, especialmente aquel, era uno de ellos.

domingo, 11 de marzo de 2012

La luz de Sarela

Hay partituras que ayudan a comulgar con tu alma http://www.youtube.com/watch?v=9gXk8va-STo

Hay momentos en la vida en los que uno se siente perdido. Camina, y no sabe hacia dónde. Se despierta y no sabe por qué. En lugar de dedicarse a vivir, se centra única y exclusivamente en sobrevivir. Largos ratos muertos frente a la nada, con el único objetivo de seguir siendo nadie. Uno llega a esa encrucijada, a ese desierto del alma sin saber cómo. Ningún muro bloquea tu camino, sin embargo acabas estancado en un estúpido bucle del que, por alguna extraña razón, no se es capaz de salir. Al menos no conscientemente. Y del mismo modo que las piernas se habían detenido, que la mente había muerto, de ese misma manera incomprensible y totalmente irracional, el corazón vuelve a latir. Y la luz que creías apagada, o quizás abierta en algún lejano punto de la nada, se enciende delante de tus propios ojos. Basta tan solo un momento, un momento que para muchos puede parecer insignificante (puede que incluso lo sea) pero que es tuyo, íntimo y de nadie más, un momento que se escapa al razonamiento de la lógica humana, para que la realidad vuelva a cobrar forma y la brújula regrese a tu pertenencia. La atmósfera muta repentinamente. Todo a tu alrededor se vuelve completamente distinto, y te fundes con la naturaleza. Sientes que eres las roca sobre la que estás sentado, sientes la unión del árbol con la tierra, fluyes como el agua de un río hacia un destino infinito. Un instante mágico, una sensación única, un compás atemporal que se detiene ante ti, que parece sacado de una situación azarosa. Pero que sabes que no es fruto del azar. Porque en ese momento, en ese preciso momento y no en otro, el alma volvió a respirar. Y eso, desde luego, no es casualidad...

miércoles, 7 de marzo de 2012

El cuento del bosque

Érase una vez, hace ya mucho tiempo, un enorme y frondoso bosque situado en una tierra de la que apenas sabemos nada. En mitad del bosque, en un pequeño claro, existía un majestuoso árbol que gritaba todas las tardes en busca de un consuelo que parecía no llegar jamás.

-¡Oh, Dios mío!, ¿por qué me has hecho esto?-sollozaba.- Fíjate: Has creado en mi tronco unos inmensos hoyos que me desfiguran completamente; mis raíces sobresalen de forma horrorosa por encima de la superficie, en lugar de dedicarse a buscar el agua en las profundidades de la tierra. Al  llegar el verano, haces que mis frutos, los que tanto tiempo he tardado en madurar, se caigan irremediablemente al suelo, haciéndome tan incapaz que ni siquiera puedo retenerme a mi mismo.  ¿Por qué me has hecho así?

El árbol pasó así día tras día durante un largo período de tiempo, hasta que su llanto lo fue consumiendo de tal manera que a los pocos años terminó por secar.

En lo alto de una pequeña colina situada al sur del claro, una lágrima fue derramada por un joven que había estado observando la situación durante los últimos años de la vida del árbol. Esa lágrima era la lágrima de una familia de lechuzas que había estado utilizando los hoyos en el tronco del vegetal para resguardarse durante las frías mañanas de invierno. Esa pequeña gota de agua iba por los conejos que hacían sus madrigueras entre las salientes y robustas raíces, haciendo que los depredadores no pudieran introducirse para cazarlos. El joven lloraba por los deliciosos frutos que servían de alimento a los cientos de pájaros que todos los veranos aprovechaban, además, sus ramas para establecer sus zonas de anidaje. Y, qué demonios, la lágrima que resbaló por su mejilla era por los atardeceres de primavera, por sus propios atardeceres de primavera en los que, desde lo alto de la colina, sus ojos observaban detenidamente la combinación de colores más increíble que había podido ver en toda su vida, con las blanquecinas y brillantes flores que adornaban la copa del precioso árbol enganchándose a sus pupilas de una manera que jamás podría olvidar.

Poco después de que el árbol secase, un pequeño aserradero de la zona vino a por él. Cuando el camión con su madera iba a partir de la ciudad, cientos de animales salieron de sus guaridas para observar, por última vez, al marchito árbol. Él no iba a ser menos, y se juntó con todos los demás para despedirlo. "Seguro que se convertirá en una biblioteca increíble", se comentaba en el bosque, al mismo tiempo que nadie explicaba como ninguno había sido capaz de hacerle entender que había sido lo mejor que había pasado por aquel recóndito lugar desde el principio de los tiempos