jueves, 20 de enero de 2011

Dos movimientos

Era imposible. Volvió a abrir el dossier que tenía entre sus manos y releyó por última vez el documento que, casualidades del destino, había llegado a él por la primera vía que se había descartado. Intentó poner la mente en blanco durante unos segundos para reordenar los hechos y encontrar un mínimo de lógica, algo que pudiese explicar el por qué de la cuestión. Era imposible. Guzmán se levantó torpemente de la silla, cogió del armario unos vaqueros y se cambió de ropa. Tan rápido como pudo, bajó los dos pisos que los separaban de la calle y abrió la puerta de su Audi deportivo. Tenía que avisar a Álex, y tenía que avisarlo ahora.
Las calles de la ciudad manchega se sucedieron a toda velocidad y pronto llegó a la autovía. Montealegre del Castillo, refugio de su compañero y amigo Alejandro Otero, estaba a poco más de sesenta quilómetros de distancia pero a Guzmán se le estaban haciendo eternos. Un chispazo alumbró instantáneamente la carretera y el corpulento hombre miró el cuentaquilómetros.
-Mierda, el puto radar-se quejó, golpeando el volante con la mano derecha. La aguja rebasaba los ciento setenta quilómetros por hora, pero a pesar del grito de rabia, la multa y los puntos que acababa de perder era lo que menos le importaba en aquel momento. Recordó el inicio de todo aquello, cuando a modo de broma Álex y él habían empezado a charlar sin jamás imaginarse que, apenas diez meses después, esa frase que empezó como un juego acabaría por impregnarlos de una forma imposible de limpiar. Guzmán pensó después en Álex y apretó a fondo el acelerador: no podía permitir que le sucediera nada. Una lágrima quiso aparecer en los ojos de Guzmán Rualde, unos ojos habitualmente fríos, ajenos a cualquier tipo de emoción o sentimiento, cuando recreó la escena que se estaría desarrollando en casa de Alejandro: como acostumbraba hacer a esas horas de la noche, Álex estaría tumbado en el sofá tras cenar uno de esos deliciosos platos que acostumbraba preparar, seguramente algún tipo de crema o puré suave para la cena, ligeramente adornado con las especias orientales con las que solía condimentar la mayoría de sus comidas. Le encantaban esos momentos de la noche en los que conectaba consigo mismo, concentrado en sus pensamientos y en algún disco de Lynyrd Skynyrd o Creedence Clearwater Revival, música que le ayudaba a relajarse de una manera muy especial.
-Álex, a ver cuando le metes un poco más de cañita macho, -solía decirle Guzmán- que eres un blandengue.
-No me vengas con tus rollos de super-speed power metal que eres un pesado. Si además… -Álex se detuvo apenas un par de segundos.-Mira, no nos vamos a pasar discutiendo media hora como siempre, para acabar exactamente en el mismo punto en el que estábamos al principio.
-No es el fin lo que interesa en nuestras discusiones, joven padawan.
-Bah, eres un homosexual.

El cartel de Montealegre del Castillo fue alumbrado por los faros del coche, y Guzmán se alegró de haber llegado ya a su destino. La casa de Álex estaba apartada del pequeño núcleo del pueblo, pero lo suficientemente cerca para poder hacer vida normal sin utilizar el coche, exceptuando, claro está, los obligados viajes a Albacete que, mínimo una vez a la semana, eran necesarios hacer. Aparcó el coche en la entrada y vislumbró la puerta, que parecía abierta. Una extraña sensación de inseguridad lo invadió por completo; nada palpable, algo más intuitivo que físico hizo que Guzmán agudizara sus sentidos cuando empujó la puerta que daba paso al recibidor de Álex.
-Pero  será posible…
Al pulsar el interruptor que encendía la vieja lámpara que Alejandro aún seguía empecinado en conservar, el panorama que se presentó ante los ojos de Guzmán no fue demasiado alentador: el suelo estaba forrado por páginas de libros, facturas y un conglomerado de fragmentos de cristal, porcelana o astillas de madera. La inquietante atmósfera que había percibido cuando se bajó del Audi se estaba convirtiendo en realidad, una realidad que Guzmán trataba de descifrar y que empezaba a tornarse de un color aún más oscuro de lo que podía haber previsto cuando salió de Albacete hacía menos de una hora.
-¡Álex!-gritó, llamando al habitante de la desencajada vivienda-. Álex, ¿estás ahí?
Guzmán no encontró respuesta alguna y echó a correr hacia el interior del inmueble. El salón ofrecía la misma estampa que el recibidor, y el dormitorio de Otero no invitaba al optimismo. ¿Qué podía haber pasado en aquella casa?  Aún teniendo en cuenta la reciente información que había recibido, de máxima relevancia y que había cambiado la dirección de los acontecimientos, no había motivo para que la tranquilidad que solía reinar en la pequeña casita de Montealegre fuese rota en ningún momento.
Tras haber repasado otra vez todas las habitaciones y no encontrar nada más que signos de un fuerte registro, Guzmán se sentó en el sofá y golpeó con rabia la mesa que estaba situada al lado del diván. No podía acudir a la policía, eso era más que evidente, pero tampoco podía ponerse a dar vueltas por los alrededores en busca de su amigo. Había tantos elementos entremezclados y tanta gente metida en el asunto que no sabía por qué hilo podía tirar. Había decidido volver a Albacete y avisar a Martín, el chico que le había entregado la documentación que lo había llevado hasta el pequeño pueblo de la provincia albaceteña, cuando oyó un fuerte ruido proveniente de la entrada de la vivienda. Instintivamente se agachó detrás del sofá. Su corazón empezó a bombear sangre a una velocidad muy por encima de lo habitual, y al asomar la cabeza para ver quién o qué había causado el golpe, vio aparecer la familiar figura de su amigo Alejandro Otero portando un pequeño libro.
-¡Hijo de puta!-Guzmán corrió hacia un tranquilo Alejandro, que miró extrañado al hombre que estaba enfrente de él y que en unos segundos rodeaba sus hombros con un potente abrazo-. ¡Eres un hijo de puta!
-Yo también me alegro de verte, pero ¿qué haces aquí? No contaba con una visita tuya hoy.
-¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Cabrón, ¿quién te ha puesto así la casa? Pensé que te habían llevado, joder.
-¿De qué me hablas? Ah, lo dices por este desorden… Vaya susto me llevé, no encontraba la Divina Comedia de Serravalle que conseguí en Milán el año pasado… En casa de mis padres, ¿te lo puedes creer? Puse la casa patas arriba, estaba tan nervioso que se me cayeron varias cosas al suelo cuando las moví.
-¿Susto? ¿Me hablas de susto por un libro cuando pensé que te había pasado algo? ¿Tú me escuchas alguna vez cuando hablo?
-¡Vale, vale! Lo siento coño. Y todavía no me has explicado que haces aquí.
Guzmán le explicó que Martín lo había llamado horas antes citándolo de urgencia en el parque Abelardo Sánchez, entregándole el dichoso sobre marrón. Cuando le contó lo que contenía el sobre, Álex no pudo evitar una expresión de asombro y preocupación.
-Guzmán, ¿te das cuenta? Esto viene de mucho más arriba… Joder, joder, joder.
-Claro que joder… ¿Y ahora?
-Tengo que ver esos papeles… Voy a por una chaqueta y nos vamos corriendo para Albacete.
Guzmán esperó a que su amigo se cambiase y pronto se montaron en el coche. El camino se le hizo mucho más corto que cuando condujo en dirección contraria esa misma noche. Por un momento se pudo olvidar de la historia y fue capaz de bromear con Alejandro, bromas que llegó a pensar jamás podrían repetirse. Entraron en el piso de la céntrica Marqués de Villores y mostró a Otero el sobre de Martín. Álex observó detenidamente el contenido y se sentó para asimilar enteramente todo lo que aquello traía consigo.
-Esto es demasiado… Demasiado…
-Es lo que te dije antes, el chorro va a salpicar a todo el mundo.
-De eso ya no tendrás que preocuparte.
Álex se levantó con tranquilidad, y sacó del bolsillo interior de su chaqueta una pequeña semiautomática de ocho milímetros y apuntó al que, a priori, era su amigo.
-No es nada personal.
El silenciador ahogó el ruido del arma norteamericana, y Guzmán cayó al suelo emanando un importante chorro de sangre por su vientre.
-Álex… ¿Qué has hecho?
-Querido Guzmán, en esta vida hay dos tipos de personas: ganadores o pringados como tú. ¿En serio creías que habríamos descubierto nosotros, un currante de medio pelo y el pobrecillo Álex Otero que no mata ni a una mosca, algo que podría hacer que el país entero se levantara? Es mucho más sencillo: sacrifica un peón para ganar un alfil. Deja de leer novelas en las que el escudero acaba matando al malvado hermano conspirador del rey. Hay que volar más bajo, chaval.
Guzmán no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
-Nos conocimos mucho antes de toda esta historia…-el herido no entendía, no alcanzaba a comprender.
-Planificación simplemente. Era necesario encontrar un panoli como tú y apareciste en mi vida. He de decir en tu defensa que has sido un buen compañero estos años, me atrevería a decir que tu compañía me ha resultado agradable. En otra ocasión quizás podríamos haber sido amigos, pero no creo que se vaya a dar ¿eh?- apuntó a la cabeza de Guzmán, que se retorcía en el suelo-. Por eso voy a acabar rápido con tu sufrimiento. Adiós, Arturito.
Todo había sido un montaje. Sus últimos años de vida habían sido un montaje. Su mejor amigo no era más que una farsa. La historia que lo había sacado de su monotonía, haciéndolo sentir casi un héroe era una patraña. Y allí estaba él, tirado en el suelo de su propia casa sin poder ser el dueño ni de su propia vida. Dos veces movió el índice Alejandro Otero, si es que ese era su verdadero nombre. Dos balas se incrustaron en el cráneo de un Guzmán Rualde que dejó de moverse para siempre.

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