viernes, 7 de enero de 2011

"Puerta a la catástrofe"

Un demoledor silencio hizo que abriese los ojos. O al menos que lo intentara, porque la  intensa luz que bañaba la estancia lo obligó a cerrarlos nuevamente, posponiendo la intentona para otro momento. Trató de poner sus pensamientos en orden: aquella tienda de antigüedades, su uniforme de tono verde grisáceo ( más propio de un jardinero del ayuntamiento que de un empleado de venta al público, pensó) y aquella chica del pelo alborotado que acababa de entrar en la tienda. Lo siguiente que recordaba, un reguero de sangre que cruzaba la habitación, ligeramente inclinada debido al arcilloso suelo en el que había sido construida la vivienda, hasta el espejo del armario. Un escalofrío heló su columna vertebral cuando un recuerdo se posó con nitidez en el neocórtex, la región cerebral que alberga los recuerdos a largo plazo de un individuo: su propia imagen reflejada en el espejo, una imagen pálida e inmóvil que se fue apagando lentamente hasta que el silencio, ese extraño y absoluto silencio que le perforaba los tímpanos y se adentraba ruidosamente en la región más interna de su cabeza, terminó por despertarlo.
“Pero qué demonios…” farfulló. Decidió que era el momento de desafiar a la luz y se incorporó ligeramente, entreabriendo los ojos lo mínimo para que sus pupilas se fuesen adaptando a la claridad. Cuando por fin fue capaz de despegar completamente los párpados, descubrió ante sí una sala de forma circular, de un blanco extraordinariamente brillante que hacía que el techo se confundiese con la luz que emanaba de las paredes siendo muy difícil calcular la altura del habitáculo. Si algo podía hacer más extraña la situación, eran las numerosas puertas que poseía aquel lugar. Separadas todas exactamente a la misma distancia entre sí, conformaban el perímetro de aquel extraño círculo que se dibujaba ante el aturdido joven. Una, dos, tres… así hasta un total de veinte puertas. Todas inmaculadas, a excepción de una que parecía poseer un rótulo en el centro. El hombre, cada vez más confundido ante lo que sus ojos estaban percibiendo, se acercó a la puerta que tenía el rótulo para comprobar qué ponía este. “Puerta a la catástrofe”, rezaban aquellas oscuras y pequeñas letras, de diseño recto y lineal que jamás se podrían ver en los cuadernos de los niños de preescolar. Al igual que cuando al limpiacristales novel, subido en un andamio a más de cincuenta pisos del suelo, se le recomienda no mirar abajo, aquel chico de no más de treinta años decidió girar el pomo poseído por una superlativa curiosidad que intuía ser saciada al abrir aquella condenada puerta. Y cuando la puerta se abrió, comprendió todo.
Había tenido una infancia excelente; sus padres lo habían educado a la perfección, dándole siempre una libertad que él había respetado hasta los límites que el sentido común marcaba. Su padre se llevó un pequeño fiasco cuando decidió declinar las ofertas que le proponía la universidad, pero comprendió que optase por ponerse a trabajar y dejar de depender de la familia. Conoció en la tienda de restauración en la que trabajaba como dependiente a Ángela, una chica magnífica con la que se casaría y tendría un hijo a la temprana edad de 24 años. Acababa de ser ascendido a encargado de personal del taller de antigüedades: nada podía ir mejor en la vida de Bruno López.

Ernesto todavía no comprendía del todo lo que acababa de ocurrir. Se encontraba en la cocina tomando el habitual bocadillo de la merienda, cuando de repente escuchó tres fuertes estallidos provenientes de la habitación de sus padres, y se acercó corriendo para ver qué pasaba. Al llegar, quedó momentáneamente paralizado al observar dos cuerpos tirados en el suelo; cuerpos inertes rodeados de un todavía caliente charco de sangre. Miró a su padre, que era el que se encontraba más cerca, y se agachó a toda velocidad preocupado por lo insólito de la situación, esperando que su padre le explicara que había pasado . Al tocar su mano para preguntarle qué pasaba, el pequeño Ernesto tuvo una vertiginosa sensación, y súbitamente, se encontró en una especie de servicio público completamente desconocido. En una esquina estaba su padre, Bruno López, apoyado contra la mugrienta pared del local, con un cinturón oscuro apretando su brazo y una jeringuilla usada tirada a su lado.
Ernesto soltó la mano de su padre, que yacía en el suelo de su dormitorio en la parte más alejada de la ventana, justo enfrente del armario en donde solían guardar la ropa. Al otro lado, la mujer que había dado luz a Ernesto dirigía su mirada, ya completamente vacía, hacia la puerta abierta de par en par que conducía al pasillo central de la casa de los López-Vega. Bruno López tuvo ante sí todas las puertas que cualquier persona puede desear. Algunas regaladas, otras compradas con esfuerzo y otras, todavía por descubrir. Sin embargo, había elegido la puerta a la catástrofe.

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