Las paredes desnudas de la habitación eran testigo mudo de aquel pesado
y arrítmico compás, que golpeaba la estancia incansablemente desde hacía ya
varios días. Era el sonido pastoso del aire que atraviesa unos pulmones cuyos tiempos
de gloria eran tan solo una vaga luz en la memoria, conscientes de que su
inútil esfuerzo pronto sería también un eco del pasado. El minúsculo hombre
respiraba dificultosamente acostado sobre un amarillento y no menos acabado
colchón, que mostraba en su rugosa superficie los grasientos restos de un caldo
que se convertiría en el último alimento ingerido por el raquítico moribundo.
El cerebro del individuo apenas era capaz de procesar más información
que aquella que le indicaba que su final estaba próximo, sin embargo, su
debilitado sistema neuronal todavía era capaz de conservar un instante
congelado en su retina, un instante grabado de forma tan nítida que se resistía
a creer que pudiese ser real. Aunque, por desgracia, sí lo era.
Los ojos de aquella mujer lo seguían recorriendo de arriba abajo con una
seguridad espeluznante, haciéndolo sentir tan vulnerable como una hoja de papel
en medio de un océano de llamas. Esos ojos que conseguían aunar en la misma
mirada la pasión fingida de una ramera novata de Caracas con la frialdad del
águila que observa, con la mayor parsimonia del mundo, los inocentes movimientos
de la marmota despreocupada que ni siquiera imagina el amable juego que le
tiene preparado el destino.
Semanas antes de que aquellos pulmones cesasen definitivamente su actividad,
Juancar, como era conocido el diminuto e infantil cartero del pequeño pueblo de
Benade, había sido cautivado por el acompasado e hipnótico caminar de la
belleza más exótica y explosiva que había pisado la provincia. La misma que
había acabado con su vida.